Aeropuerto
de Guadalajara rumbo a la Ciudad de México, dos horas y media de retraso. Qué mejor momento para retomar estas
crónicas. O más que crónicas, un
ejercicio de reflexión sobre el quehacer cotidiano, eso que trato que sea mi trabajo
de todos los días, el espacio de tiempo que se supone debe dar frutos serios y
tangibles que puedan verse o escucharse. O las dos cosas. Últimamente más bien las dos cosas.
Mi estudio
da al patio de mi casa, un patio con naranjos y limones y algunos otros árboles
más bien indefinidos. En él tengo
una mesa grande justo frente al ventanal por el que veo los árboles –
frondosos, enredados, casi demasiado altos -, algunas enredaderas y arriba un
pedazo de cielo. (Claro, todo esto
lo escribo con los ojos de la memoria, porque como dije estoy sentada en una
abarrotada sala de espera de aeropuerto, todos los vuelos nocturnos
retrasados).
De regreso
al repaso mental de mi estudio, debo decir que los árboles y el cielo me sirven
de distracción constante. Es muy
fácil y cómodo posponer el comienzo del “trabajo” y quedarme largo rato viendo
la luz y los colores cambiantes de las hojas – mucho más fácil que abrir mi
cuaderno y avanzar en la construcción de la siguiente canción, la que debe dar
un poco más de forma a lo que viene, eso que aún no sé cómo será, a qué sonará, porque con tanta
distracción no he pasado de la exploración inicial que en mi caso consiste en
ir tanteando el camino, escribiendo casi en automático y también en automático
dibujando melodías, capas de melodías; buscando en eso que veo frente a mí, los
objetos, las sensaciones, los recuerdos (inventados o reales, más bien
semi-reales) en los que pueda anclar una historia. Soy tilichenta por naturaleza, así que hay muchos de esos
objetos en el rango de visión desde mi mesa, además de los árboles que han
crecido junto con mis hijos y que ya rebasan y duplican en altura la barda del
jardín. En los estantes de mi
estudio, en las paredes y hasta colgando del techo hay pedazos de la historia
de ese cuarto que ha sido pista de despegue tanto de discos como de pinturas
que han dejado su rastro en las manchas de las paredes, en los dibujos hechos
por mis hijos mientras yo pintaba o ensayaba y que frecuentemente me asombraban
más que las imágenes de mis lienzos y por eso permanecen como recordatorio de
la genialidad desquiciada de mis hijos – o así es cómo yo la veía, ellos rara
vez coincidían con mi apreciación.
En fin,
muchas distracciones necesarias que me aligeran el espíritu, invasiones cotidianas que agradezco
porque le quitan densidad a la
tarea de ponerme a escribir o a dibujar, a “construir ese siguiente
proyecto”. Son un recordatorio de
lo importante. De la imagen de mi
hija dibujando y recortando muñecas de papel y de mi hijo creando con
plastilina contingentes de súper héroes que viajaban por el espacio y libraban
una nueva batalla cada tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario