viernes, 25 de enero de 2013

Noche de espera





Aeropuerto de Guadalajara rumbo a la Ciudad de México, dos horas y media de retraso.  Qué mejor momento para retomar estas crónicas.  O más que crónicas, un ejercicio de reflexión sobre el quehacer cotidiano, eso que trato que sea mi trabajo de todos los días, el espacio de tiempo que se supone debe dar frutos serios y tangibles que puedan verse o escucharse. O las dos cosas.  Últimamente más bien las dos cosas.

Mi estudio da al patio de mi casa, un patio con naranjos y limones y algunos otros árboles más bien indefinidos.  En él tengo una mesa grande justo frente al ventanal por el que veo los árboles – frondosos, enredados, casi demasiado altos -, algunas enredaderas y arriba un pedazo de cielo.  (Claro, todo esto lo escribo con los ojos de la memoria, porque como dije estoy sentada en una abarrotada sala de espera de aeropuerto, todos los vuelos nocturnos retrasados).

De regreso al repaso mental de mi estudio, debo decir que los árboles y el cielo me sirven de distracción constante.  Es muy fácil y cómodo posponer el comienzo del “trabajo” y quedarme largo rato viendo la luz y los colores cambiantes de las hojas – mucho más fácil que abrir mi cuaderno y avanzar en la construcción de la siguiente canción, la que debe dar un poco más de forma a lo que viene, eso que aún no sé cómo será,  a qué sonará, porque con tanta distracción no he pasado de la exploración inicial que en mi caso consiste en ir tanteando el camino, escribiendo casi en automático y también en automático dibujando melodías, capas de melodías; buscando en eso que veo frente a mí, los objetos, las sensaciones, los recuerdos (inventados o reales, más bien semi-reales) en los que pueda anclar una historia.  Soy tilichenta por naturaleza, así que hay muchos de esos objetos en el rango de visión desde mi mesa, además de los árboles que han crecido junto con mis hijos y que ya rebasan y duplican en altura la barda del jardín.  En los estantes de mi estudio, en las paredes y hasta colgando del techo hay pedazos de la historia de ese cuarto que ha sido pista de despegue tanto de discos como de pinturas que han dejado su rastro en las manchas de las paredes, en los dibujos hechos por mis hijos mientras yo pintaba o ensayaba y que frecuentemente me asombraban más que las imágenes de mis lienzos y por eso permanecen como recordatorio de la genialidad desquiciada de mis hijos – o así es cómo yo la veía, ellos rara vez coincidían con mi apreciación.



En fin, muchas distracciones necesarias que me aligeran el espíritu,  invasiones cotidianas que agradezco porque  le quitan densidad a la tarea de ponerme a escribir o a dibujar, a “construir ese siguiente proyecto”.  Son un recordatorio de lo importante.  De la imagen de mi hija dibujando y recortando muñecas de papel y de mi hijo creando con plastilina contingentes de súper héroes que viajaban por el espacio y libraban una nueva batalla cada tarde.

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